ESCALADA: Arista de los Murciélagos al Pico Aspe

Una furiosa ola de roca detenida en el tiempo se alza desde el Collado de la Garganta de Aisa hasta la cima del Pico Aspe. La línea que surfea su cresta atrae la mirada del montañero que la contempla desde la vertiente de Aisa o bien desde Candanchú.   Una escalada clásica del Pirineo Aragonés abierta por el gran Alberto Rabadá y tres compañeros de cuerda en 1962.

 

TEMPORADA Estival
TIPO DE RUTA Escalada roca
DIFICULTAD V­-

 

[ Croquis de la via ]

SERES DEL RETORNO_arista de los murcielagos_pirineos_01

 

[ Cómo llegar ]

Salimos desde el pueblo de Aisa por la A-2605 dirección Jasa. Nada más salir de Aisa y tras cruzar el rio Estarrón, tomamos un desvío a la derecha por pista asfaltada que transcurre paralela a la margen izquierda de dicho rio. Al final de esta pista encontraremos una barrera que impide el paso de vehículos y donde podemos dejar el nuestro para comenzar la ruta.

[ Descripción de la ruta ]

El tañido breve de la campana de la iglesia apenas alteró la quietud nocturna que se respiraba en Aisa. Eran las 4:00 de la mañana y en una mesa de la terraza del albergue masticaba mecánicamente el insípido desayuno. Fuera del área de influencia del exiguo alumbrado del pueblo, se intuía el vértigo nocturno de la bóveda estrellada. No soplaba viento pero el aire vibraba con una inquietud marina de hierba mojada. Jesús salió del albergue y acabamos de desayunar y preparar las mochilas. Montamos en la furgoneta y nos dirigimos por una estrecha carretera hacia la pista que nos adentraba en el valle del rio Estarrón. Las luces del vehículo iban construyendo tras cada curva un fugaz decorado de pinos sombríos que jalonaban ambos márgenes. Conocíamos el trayecto por haberlo hecho el día anterior, pero ahora, azuzado por la oscuridad, el bosque quería recuperar el espacio que el asfalto le había arrebatado. Una verja metálica ponía fin a la pista. Aparcamos el vehículo y nos pusimos en marcha acoplando a la espalda las hinchadas mochilas.

 El ancho camino asciende pegado a un farallón rocoso mientras el rumor del río pierde fuerza al ir quedando cada vez más abajo. Hacia el este, la muralla boscosa que se alza termina en un perfil quebrado que ya se va destacando sobre un tono azul oscuro, ganando terreno al negro absoluto. Este tono se extiende por el cielo, como una marea de tímida claridad, sumergiendo las estrellas y dando una forma borrosa a los picos que se asoman en el fondo del valle.

Llegamos a los prados del Riguelo y, abandonando el camino, cruzamos un arroyo y ascendemos por senda hasta situarnos sobre una loma herbosa a los pies del Aspe. En una bifurcación giramos a la derecha para adentrarnos en el Valle del Riguelo y dejamos a la izquierda la vereda por donde volveremos. En lo alto, el contorno de cumbres emite una luz naranja y rosa que, como una acuarela, se va disolviendo entre leves hilos nubosos. Un tintineo anuncia un rebaño de vacas indiferentes a los encantos del amanecer. Al pasar a su lado nos observan sin curiosidad, con resignada aceptación. La senda que llevamos se pierde en ocasiones pero con la ayuda del GPS nos dirigimos hacia una evidente canal que finaliza en el collado que constituye el comienzo de la arista de los murciélagos. La hierba da paso a la roca y, de pronto, nos rodea un entorno opresor de afilados contrafuertes y blancos pedreros rematados por ristras de agujas. Subimos por el interior de un ciclópeo desagüe que vomita un océano de piedras. Ya podemos ver el contorno de la arista donde se aprecian las características agujas bautizadas por las dos cordadas que las subieron por primera vez como Dondestastú y Dondestanestos. Después de estas, un filo lleva al paredón de la antecima, último obstáculo para alcanzar la cumbre del Aspe.

Rompemos a sudar haciendo equilibrios para que el pedrero no nos haga retroceder a cada paso que damos. Encontramos un par de neveros sobre los que progresamos sin crampones debido al buen agarre que presenta esta última nieve de mediados de julio. En vez de llegar hasta el collado de la garganta de Aisa, salimos de la canal hacia la izquierda rodeando un contrafuerte que constituye el primer largo para aquellos que parten desde dicho collado. Avanzamos hacia el filo por una pendiente que gana inclinación a través de unas terrazas herbosas hasta que nos encaramamos finalmente a la arista. En ese momento, la vertiente de Candanchú se despliega a nuestra vista como un tapiz verde brillante incrustado de salpicaduras de plata y aguijoneado por las moles oscuras de los gigantes pirenaicos sobre los que reina la inconfundible silueta volcánica del Midi Dóssau. Cuchillas de viento enfrían nuestro sudor. Avanzamos hasta la base de la aguja Dondestastú y encontramos la primera reunión que da comienzo a la escalada. Nos pertrechamos con arnés, casco, friends, lazos, fisureros, cuerda de 80 metros y dejamos los pies de gato para más adelante. Primer largo que Jesús hace del tirón hasta la cúspide de la aguja.  Sube con movimientos suaves y eficaces que recuerdan los de un insecto balanceándose al compás del viento. Yo le aseguro desde la reunión y cuando dejo de verlo sigo atento al deslizamiento de la cuerda. Tres tirones seguidos indican que ha llegado a la siguiente reunión y que puedo liberar la cuerda. Otros tres que ya puedo comenzar. Recojo los hierros y doy también tres tirones para anunciar mi salida. Al tocar la roca noto las manos agarrotadas de frío y me cuesta encontrar el tacto adecuado. Tengo que ir con cuidado de no agarrarme a salientes bailarines. Roca algo rota decía el croquis. Como el largo es sinuoso la cuerda se ha desviado y me conduce por una fisura por donde creo que no va la ruta. Quedo un instante encajado hasta que me impulso bien con la pierna derecha y salgo del atolladero. Me reúno con Jesús y observamos frente a nosotros el largo que lleva a la siguiente aguja: la Dondestanestos. Destrepamos hasta la horquilla que separa ambas agujas y afrontamos el siguiente: IV+. Este largo es más limpio, con tendencia a la derecha y varios clavos para asegurar. En un pequeño paso de travesía miro hacia abajo y no encuentro obstáculo hasta el fondo del valle de la vertiente de Candanchú.  Buen ambiente. Luego me introduzco en una chimenea algo más fácil hasta coronar la aguja Dondestanestos. A continuación la arista se torna horizontal y permite continuar en ensamble. En este tramo la cresta se afila y se desliza a caballo entre ambos valles. La vista se centra en dónde colocar manos y pies pero no puede evitar posarse fugazmente en el abismo que se abre a los lados.

Llegamos a la instalación de rapel formada por varios lazos pasados por una roca que anteriores cordadas han ido dejando y descendemos hasta un pequeño y sombrío collado que precede a la antecima. Este lugar es un oscuro teatro de telones petrificados a medio abrir que dejan ver dos escenarios triangulares donde la luz ensucia un paisaje alpino pintado al oleo. Desde aquí, el largo de IV sale por la derecha y un saliente  me oculta desde un principio el progreso de mi compañero. Nos reunimos a la vera de un pico de roca donde se monta la reunión para afrontar el largo clave de V. En este punto el trazado ya no es tan evidente y para orientarse hay que tomar la referencia de un saliente con forma de boina bajo el que hay que pasar hacia la izquierda hasta llegar a una panza alargada con agarre de manos en una repisa superior y poca posibilidad de colocar bien los pies. Oímos voces y al girarnos vemos una cordada de tres que están sobre la cresta horizontal. No creo que nos cojan. Tras este paso se monta otra reunión y se sale hacia un pequeño desplome seguido de una travesía fácil hacia el lado derecho. Llegamos a una terraza, tercera reunión de la antecima, y, mientras aseguro a Jesús, observo por debajo de mí un punto naranja brillante. Es el casco de un escalador que acaba de pasar la primera panza. Me parece increíble que la cordada de tres haya llegado tan rápidamente a este punto. Al subir hacia mí el punto toma forma y veo que es un solo escalador, sin cuerda. Rápidamente llega a mi altura. Le pregunto si había hecho antes la arista y me contesta con marcado acento francés que no; es su primera vez. Quiere saber cuántos largos quedan y, una vez informado, continúa hacia arriba. Sube pinzando la roca con cuidado de cirujano, con precisión de máquina. Sus manos y sus pies son los hilos que le atan a la vida. Y esos hilos tienen que moverse de acuerdo a un plan prefijado que no admite variaciones. Desaparece de mi vista y poco después continuo subiendo.

El penúltimo largo comienza por una chimenea a la izquierda que se transforma en terreno más cómodo hasta llegar a la última reunión donde se intuye a la derecha una canal descompuesta y fácil que nos deposita en el inicio de la cresta cimera del Aspe. Desde aquí se puede ver ya la cumbre pero todavía hay que bajar hasta una entalladura donde se da un paso de fe para bajar a un último collado desde donde se alcanza la cima mediante una trepada sencilla.

Ya tenemos todo el Aspe debajo. Cuatro horas nos ha llevado la escalada. Algunos cúmulos esponjosos de nubes a la deriva rompen el azul homogéneo del cielo. Hacia el norte, un espeso manto de neblina oculta Francia; blanca costra adherida a la tierra que priva a los seres que retiene bajo ella del espectáculo de luz que disfrutamos nosotros.

Bajamos por la ruta normal a paso ligero. Nos cruzamos con gente que sube. Media suela de la zapatilla de Jesús se ha desprendido y baila al ritmo de sus zancadas. La roca es afilada y cortante, recuerda la de los acantilados castigados por la erosión marina. La alegría de la cumbre nos impulsa hacia abajo, charlando sin parar y sin prestar mucha atención al camino. El aire reverbera de calor. Tomamos furtivos tragos de la cantimplora que nos queda. La boca tiene un gusto a arena. Llegamos a un terreno inhóspito, de blanca caliza horadada por multitud de oquedades. El suelo se abre en oscuras grietas que vamos saltando. La piel terrosa del Aspe ahora se ha descarnado y deja ver parte de su calcinado esqueleto. Hemos ascendido por los intestinos de la montaña, hemos trepado por su columna vertebral y ahora descendemos por su osamenta. Más abajo la herida se cierra con verde manto, suaves laderas que dan un respiro a las rodillas. Al volver al camino de ida, parece que hubiéramos pasado por allí hace días. Un cúmulo de vivencias intensas  estira el tiempo, alarga la vida. Al llegar a la furgoneta, beber, beber, beber. Nos han sobrado todas las barritas energéticas pero pocas fuerzas. Toda la energía gastada se ha transformado en la masa con la que se moldean recuerdos imborrables. Gracias Jesús.

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