ASCENSION: Monte Kilimanjaro (5890 m) techo de África

Ascensión al Pico Uhuru (5890 m), uno de los tres volcanes inactivos que forman el Monte Kilimanjaro, máxima altura del continente africano por la ruta Machame, más larga y menos masificada que la Marangu considerada como la normal.

TEMPORADA

Estival

TIPO DE RUTA

Lineal

ALTURA MÁXIMA

5890 m

DESNIVEL

4386 m

DURACIÓN (I+V)

5 días

DIFICULTAD

ND

[ Cómo llegar ]

Existen dos posibilidades para realizar esta ruta: organizarla enteramente por tu cuenta o adherirte a un grupo organizado de una agencia de viajes con experiencia en este tipo de ascensiones. Nosotros optamos por esta segunda opción ya que se necesitan una serie de permisos para entrar en el parque nacional del Kilimanjaro y de esta forma nos ahorramos estos engorrosos trámites. Desde Madrid, con escala en Londres viajamos hasta el aeropuerto de Arusha y tras unos días de Safari nos desplazamos en bus hasta el comienzo de nuestra ascensión.

[ Descripción de la ruta ]

Día 1: Machame Gate 1.950 m./ Machame Camp 3.100 m.

Tiempo aprox; 7 hrs

Desnivel +1.150 m.

Habíamos salido de Arusha, porteadores y expedicionarios, embutidos en un minibús que nos sometía a una suerte de danza desenfrenada a través de las polvorientas carreteras trazadas con tiralíneas que llevaban a la base del Kilimanjaro. En el primer tramo del recorrido pudimos contemplar la magnífica silueta del Monte Meru que se alzaba majestuosa y se adornaba de una línea de nubes que lo cortaban por la mitad. En los márgenes de la pista por la que circulábamos las coloristas túnicas que vestían las mujeres rompían la monotonía de los tonos ocres y tostados del paisaje.

Grupos de niños sonrientes nos saludaban al pasar con la mano o miraban con curiosidad nuestro paso. Más tarde la silueta del Kili apareció al fin pero envuelta en espesas nubes que le arrebataban del plano terrenal y le hacían aparecer como algo que perteneciese al cielo.

Hicimos un par de paradas para aprovisionamos de carne fresca con la que nuestros cocineros nos deleitarían durante la ascensión en forma de suculentos platos de pollo o ternera.

Ya llegando a nuestro destino observamos que la mayor parte de las casas situadas al borde de la carretera estaban marcadas con una enorme cruz roja. Interrogamos a los porteadores sobre este hecho y nos contestaron que, en breve, una ampliación de la carretera obligaría a derribar estas casas marcadas dejando a sus habitantes sin techo y sin indemnización alguna por parte del estado tanzano. Era curioso ver como los habitantes de estas chabolas condenadas a desaparecer seguían con sus quehaceres diarios con aire despreocupado, simplemente viviendo el presente. Era una muestra más de que las condiciones precarias de vida te obligan a preocuparte por subsistir día a día y no te permiten hacer planes a largo plazo.

En el tramo final el bus renqueante estuvo a punto de claudicar ante unas rampas ascendentes pero llegó finalmente a Machame Gate y nos precipitamos a ver las maniobras de reparto y distribución de cargas. Los porteadores del poblado nos miraban expectantes detrás de una empalizada de madera y nuestro guía nativo los fue seleccionando uno a uno dándoles el visto bueno mediante un golpe simbólico en el pecho. Este golpe tenía un efecto mágico para ellos pues al momento se les encendían los ojos y se aprestaban a cargar su correspondiente fardo con una enorme sonrisa. Ellos, además de todo el material del campamento y la comida, transportaban nuestras mochilas grandes. Pero en vez de llevarlas a la espalda las metían en unos sacos de lona y se las colocaban sobre la cabeza o el cuello haciendo gala de un gran equilibrio y fortaleza física.

Comenzamos la etapa muy tarde, serían las 14:00, acompañados por nuestro guía nativo, un chaval silencioso que desde el primer momento nos llevó con el característico paso pole-pole (despacito) que no nos abandonaría ya en toda la subida. En esta primera jornada atravesamos el típico bosque tropical de vegetación densa y exuberante. El sendero de roja tierra pisada serpenteaba en suave ascenso entre enormes árboles tapizados de musgo y líquenes, helechos gigantes y arcos naturales formados por lianas entretejidas. La temperatura era muy agradable, no había mosquitos y reinaba un extraño silencio. En efecto, no se oían cantos de pájaros ni insectos sin duda debido a la elevada altitud. A la vera del camino unas pequeñas flores desplegaban sus encantos invitando a contemplar sus vivísimos colores rojos y amarillos.

Paramos a dar cuenta del almuerzo y más adelante un claro nos permitió contemplar por primera vez las míticas nieves del Kili. Ahí estaban las lenguas glaciares recortándose contra las últimas luces del día engañosamente cercanas y accesibles. La noche se nos echó encima, los contornos del camino se desdibujaron y hubo gente que sacó la frontal. Yo aguanté hasta el final sin ella porque el sendero se destacaba blanco en la penumbra de la selva y en una revuelta del mismo nos encontramos de pronto con las tiendas del campamento. Nos acurrucamos los quince en la tienda-comedor y nos reconfortamos con la sopa de verduras, arroz, pollo y té que nos prepararon para cenar nuestros amables cocineros.

Más tarde nos pusimos a observar la bóveda estrellada cuajada de luces temblorosas formando constelaciones ya conocidas y otras nuevas visibles solo desde el hemisferio sur. Un rato de charla y a la tienda con Oscar a echarnos unas risas antes de meternos al saco.

Día 2: Machame camp 3.100 m./ Shira camp 3.840 m.

Tiempo aprox; 6 hrs

Desnivel; + 820 m. / – 80 m.

Me levanté con una pierna dolorida a causa de una piedra que había bajo la tienda y que me había obligado a adoptar una incómoda postura toda la noche. Durante el resto de la ascensión este dolor estuvo presente aunque al final me acabé acostumbrando a él y apenas lo notaba.

Desayunamos abundantemente tostadas, mermelada, huevos, salchichas y el omnipresente té.

Mientras los porteadores terminaban de desmontar el campamento nosotros ya partíamos para arriba. Más tarde, todos ellos nos adelantarían cargados como mulos subiendo con esa zancada espaciosa que dejaba nuestro paso pole pole y nuestras pequeñas mochilas a la altura del barro. Esta tónica se repetiría durante todos los días de la ascensión.

Al comenzar la marcha inscribimos nuestros nombres en un registro que había en una cabaña de madera destinada a los guardas del Parque.

Nada más salir, el bosque dejó paso a una vegetación arbustiva y rala que más adelante también desapareció quedando como dueños absolutos del terreno los senecios y lobelias. Estas flores gigantescas más parecidas a árboles o arbustos eran las únicas que habían sabido adaptarse a los rigores climáticos de estas alturas. Las lobelias se protegían del frío nocturno cerrando sus hojas durante la noche y abriéndolas por el día.

Existía entre el grupo un cierto nerviosismo acerca del mal de altura que en la última parte de la etapa pudiera aparecer. Una pareja tenía problemas estomacales y, aunque lo achacaban a la altura, posiblemente la causa era una intoxicación alimentaria que habían cogido en Arusha.

El sendero, en ocasiones empinado y en otras más tendido, se elevaba hasta un resalte rocoso que sustentaba una planicie justo debajo de la mole rocosa y nevada del Kili. Es en esta planicie donde se asentaba el Shira Camp, destino final de este día.

A medida que ascendíamos el guía nos aconsejaba llevar una respiración profunda y regular: paso, respirar, paso, respirar. A veces nos deteníamos a descansar o a tomar fotos y al mirar hacia abajo descubríamos un uniforme mar de nubes que cubría la parte boscosa recorrida el día anterior y que se extendía hasta el horizonte cubriendo toda la llanura africana. Sobresaliendo por encima de él se elevaba grandioso el cono perfecto del Monte Meru como un pétreo faro que indicase el camino a los navegantes de la nave kilimanjárica que teníamos el honor de pilotar.

Uno de los porteadores se había quedado atrás con respecto al resto y nosotros mismos le adelantamos tras un frugal almuerzo. Nos dio una honda sensación de tristeza ver a aquel hombre asfixiado bajo su pesada carga ante la interminable pendiente que todavía tenía que superar para llegar al campamento. En una ocasión resbaló dejando caer el petate que llevaba y tuvimos que ayudarlo. Más tarde creo que sus compañeros bajaron a echarle una mano. Continuamos ascendiendo sin pausa siempre con los glaciares del Kili por encima y los senecios festoneando la ladera volcánica.

Finalmente llegamos a la planicie y descansamos allí contemplando el serpenteante sendero por el que habíamos subido y el mar de nubes que ahora adquiría un tono rosáceo pálido. Estuvimos allí un rato antes de bajar al Shira porque una de las claves de una correcta aclimatación es dormir siempre por debajo de la altitud máxima que se ascienda en el día.

Una ligera bajada y llegamos al Shira Camp ocupado por multitud de tiendas de otras expediciones. Esta vez nos metimos tres, y no dos, en cada tienda para protegernos mejor del frío que nos avisaron iba a hacer durante la noche.

Estuvimos contemplando el magnífico espectáculo de la puesta de Sol. El disco rojo se iba consumiendo dejando una sangrante estela en el manso océano nuboso y tiñendo de un naranja intenso la mole del Kili que parecía reverberar como un metal incandescente. Durante unos instantes las rocas y el paisaje a nuestro alrededor adquirieron un grado de pureza tal que parecieron reducirse a su más profunda esencia. Era como estar inmersos en una secreta sinfonía de piedra y cielo que nos hacía sentir extraños y ajenos a este mundo que la luz última desvelaba en todo su misterio. Aprovechamos esos instantes para tirar unas fotos y en un momento nos engulleron las sombras bajando bruscamente la temperatura.

Cena en grupo, pequeña tertulia bajo las estrellas y a la tienda tiritando de frío. En el fondo del valle se apreciaba una fantástica fosforescencia causada por las luces de la ciudad de Moshi. Nos metimos al saco bien abrigados y la verdad fue buena idea juntarnos tres porque, sobre todo al amanecer, al sacar un brazo fuera del saco, se notaban las bajas temperaturas.

Día 3: Shira camp 3.840 m. / Barranco camp 3.960 m.

Tiempo aprox; 6 hrs.

Desniveles: + 635 m. / – 515 m.

Desperté cuando Oscar abrió la tienda y nos pusimos a ver el amanecer que tiznaba de rosa la pirámide del Meru. Uno de los porteadores nos trajo un balde de agua caliente para mojamos un poco la cara; uno más de los infinitos detalles con los que nos agasajaban cada día.

Potente desayuno, protección solar y al tajo. Esta jornada fue una de las más bonitas ya que transcurría siempre con el telón de fondo de los glaciares kilimanjáricos y aunque era un poco rompepiernas por sus continuas subidas y bajadas el desnivel total que ascendíamos era mínimo lo que permitía que nos fuéramos aclimatando para afrontar los días posteriores. El invariable ritmo pole pole hacía que el tiempo transcurriese sin enterarnos: sumido en tus pensamientos, charlando con el compañero o contemplando el paisaje se deslizaban las horas. Volvimos a encontrar al porteador con problemas de la jornada anterior y esta vez Silvia le dio un concentrado de glucosa que resultó ser milagroso ya que nos adelantó y ya no le volvimos a ver más.

La altura empezaba a hacer mella en el grupo manifestándose sobre todo en forma de dolores de cabeza, pequeños mareos al hacer esfuerzos prolongados o fatiga general. Yo en ningún momento sentí dolor de cabeza pero notaba que al parar para hacer fotos y después acelerar el ritmo para coger al grupo, los latidos del corazón se aceleraban más de lo habitual y al respirar tenía que hacerlo más profundamente.

El terreno era típicamente volcánico con enormes rocas diseminadas por doquier (bombas, lapilli y cenizas) producto de la erupción del Kili.

Seracs colgantes lamían la muralla rocosa del volcán y más abajo se veía tapizada de hilillos helados, restos del deshielo que sufren estas nieves eternas. Pudimos apreciar las venas de color turquesa que manchaban los muros blancos de los bordes e incluso nos pareció ver una figura humana con un perro a sus pies sobre uno de los glaciares. Al cabo de una hora la figura no se había movido de su posición original con lo que concluimos que o bien era una roca antropomórfica que sobresalía de la nieve o bien un cazador rifle en ristre y su sabueso aguardando inmóviles e impasibles a que saliese algún gamusino de las alturas a cinco mil y pico metros.

Más tarde llegamos al pie de la Arrow Tower, impresionante lanza de roca y hielo coronada por jirones de nubes que velaban intermitentemente la cima.

Alcanzamos el punto más alto de la jornada (4.475 m.) justo enfrente de una curiosa formación de lava solidificada (Lava Tower). Cerca de allí se asentaba un campamento utilizado para atacar la montaña por esta vertiente. La vía era muy directa y más tarde supe que el año pasado dos alpinistas habían muerto en esta ascensión por falta de aclimatación.

Desde este punto hasta el Barranco Carnp el sendero descendía entre bosques de senecios y lobelias hasta el valle donde se acurrucaba el campamento. El escenario era grandioso: completamente rodeados de murallas de roca, el barranco se abría al sempiterno mar de nubes como única salida a la tenaz prisión que ejercía la montaña.

Las noches allí eran muy frías y la sopa humeante que tomamos todos apretujados unos contra otros en la tienda era como un cálido elixir que te daba la vida. Moshi brillaba fantasmal en el valle y al mirar los astros nocturnos tenías la impresión de estar en un planetarium y que de su cúpula el telón estrellado caería en cualquier momento sobre ti.

Al principio la noche fue ventosa y agitaba la tienda haciéndonos revolver en los sacos pero después cesó el viento y pudimos conciliar el sueño.

Día 4: Barranco camp 3.960 m. / Barafu camp 4.550 m.

Tiempo aprox; 6 hrs.

Desnivel; + 1.020 m. / – 430 m.

Despertamos ansiosos por ver que pinta tiene el famoso muro que tenemos que superar nada más salir y que se denomina “breakfast wall”. El sendero, por este pasaje, va trazando unos muy bien pensados zig-zags que se van abriendo camino en la verticalidad de esta muralla. Desde abajo observamos la serpiente lenta y tenaz de porteadores discurrir a través de las terrazas del recorrido. El comienzo es muy divertido, con algún tramo de trepada en el que los porteadores han de realizar auténticos esfuerzos para acarrear sus fardos. Creo que fue el único tramo de la ascensión en el que fuimos a la par que ellos. En una ocasión tuve que echar una mano a uno con dificultades para superar un escalón pero la mayoría se elevaban por los pasos más complicados con una agilidad felina soportando grandes sacos en la cabeza, espalda y cuello. Al llegar arriba hicimos una paradita y vimos el sendero que continuaba bajando una depresión y volviendo a subir por la ladera opuesta.

El Sol, que nos había sonreído al amanecer, había desaparecido para dar paso a las nubes que cubrían la mole del Kili y que ,en ocasiones, dejaban caer alguna gota de agua presagiando un mal tiempo para la subida final al Barafu Camp.

El itinerario bajaba y volvía a subir hasta el Kananga Camp, punto intermedio de nuestra etapa, por un terreno resbaladizo y embarrado. De pronto oigo que Silvia, que caminaba justo detrás mío, grita algo y, al instante, la veo caer paralela a mí hacia abajo. Trato de asirla pero se me resbala y rueda por la pendiente arrastrando con ella una gran piedra. Al final consigue detenerse a pocos metros tras un fuerte golpe en el costado pero la piedra sigue rodando hacia ella y se para a pocos centímetros de su brazo. Oscar, que iba delante mío, y yo nos lanzarnos inmediatamente y mientras que él la sostiene para que no siga cayendo yo trato de aguantar la piedra que ha estado a punto de aplastarla. Fue un buen susto y al recordarlo ahora tengo la sensación de haber visto como caía a cámara lenta. Silvia pudo seguir la marcha pero el fuerte golpe le iba a molestar el resto del viaje. El descenso que quedaba lo hicimos con mucha precaución hasta reunirnos en el fondo de un pequeño valle con Iñaki y Beatriz que habían salido del campamento antes que nosotros para ir adelantando camino.

Tras una corta subida, llegamos al Kananga y mientras almorzábamos comienza a llover. Rápidamente nos colocamos los gore-tex y continuamos la última parte de la subida rumbo al Barafu Camp. Esta fue una dura ascensión ya que los efectos de la altura se notaban cada vez más: el paso pole pole era el único que permitía avanzar. Una densa niebla nos envolvió y se puso a nevar. Oscar, Silvia, Ane, Javi y yo íbamos por delante del grupo. A veces tenías la impresión de estar caminando en un sueño: el andar pausado, la respiración agitada, los dedos invisibles de la neblina que te acariciaban y te sumergían en una atmósfera irreal y el sendero volcánico surcado de hitos que a modo de duendes petrificados iban indicando el camino. Para dar mayor grado de surrealismo, nos pusimos a contar chistes absurdos y además detrás nuestro apareció un porteador con una silla de pescar a la espalda que se puso a gritar en perfecto castellano: “Venga, vamos, vamos, que me tenéis hasta los cojones” Nos dio a todos un ataque de risa que casi nos ahoga.

Finalmente llegamos al Barafu Camp, último campamento antes de cima, y tras dar unas cuantas vueltas conseguimos localizar nuestras tiendas. El corazón batía fuertemente al hacer pequeños esfuerzos como mover el petate desde la tienda donde lo guardábamos hasta la nuestra. Nos metimos dentro a descansar un poco desanimados por si el mal tiempo no nos permitía salir a hacer cumbre. De pronto Oscar abre la cremallera de la tienda y nos dice que ha despejado y que el tiempo es buenísimo. Sin podérmelo creer todavía me asomo fuera y, efectivamente, la montaña gemela del Kili ,el Mawezi, se perfila majestuoso enfrente nuestro mientras que, más abajo, la niebla se va retirando escurridiza. Por encima, el Kili espera hambriento a que hollemos su crater somital y deja ver sus neveros finales.

Echamos una ojeada al Barafu y vemos que las tiendas se asientan en terrazas colgadas de la ladera y protegidas del viento por resaltes rocosos.

El frío es intenso y, de nuevo, la sopa y el té en la tienda comunal nos reconfortan. Es curioso ver las caras de todos nosotros durante la cena. Mal iluminadas por las velas de la mesa se muestran fatigadas, demacradas, barbudas, nerviosas y con los ojos enrojecidos en claro contraste con las que teníamos durante el Safari en Tanzania.

Preparamos la mochila de ataque y nos metemos al saco vestidos con la ropa que subiremos arriba. Es difícil dormir pero al final conseguí adormecerme un poco antes de que los porteadores nos despertasen a las 00:00 para la jornada decisiva.

Día 5 : Barafu camp 4.550 m./Uhuru Peak 5.896/Mweka camp 3.140 m. Tiempo aprox; 14 hrs

Desniveles; + 1.365 m. / – 2.770 m.

Al despertar vimos que el interior de la tienda estaba recubierto de una capa de hielo debida a la condensación. Nos reunirnos todos a tomar un té antes de emprender la marcha y partimos hacia arriba con el plumífero, camiseta térmica, jersey de lana, un par de pantalones y frontal.

Pronto nos unimos a otros grupos que subían y avanzamos detrás de ellos. Empieza así una interminable ascensión con la vista fija en los pies o la espalda del compañero que subía delante mío ya que mi linterna se agotó casi al principio. De todas formas la noche era clara y no se veía mal del todo. Echando furtivas miradas a la pendiente que nos quedaba veíamos la luciérnaga formada por los alpinistas que nos precedían enroscarse en la negrura de la roca muy por encima de nosotros. El cielo era un espejo de ébano palpitante de luces y herido por los continuos trazos luminosos de estrellas fugaces. Llevábamos tres guías nativos que entonaban cantos tribales cuya resonancia confería a la subida un halo de auténtico espíritu africano.

La altura me hacía sentir eufórico, como si estuviera borracho, y Oscar y yo estábamos continuamente riendo por cualquier tontería. Tiene su gracia estar a cinco mil metros de altura descojonado de la risa y apoyado en los bastones para poder respirar tras los ataques de carcajadas.

Pasaban las horas y aquello no terminaba nunca. El termómetro bajó hasta los -20º C y al ir a beber de la cantimplora noté que el agua se había congelado. Tenía los pies helados y en las continuas paradas que hacíamos los golpeaba contra el suelo para calentarlos. Se formaron dos grupos: uno más lento y otro que avanzaba más deprisa. Oscar y yo, junto con el guía, fuimos en el delantero hasta encontramos con una expedición de alemanes que nos cortaba el paso. Tuvimos que esperar un rato hasta poder adelantarlos y justo después hicimos otro descanso. Nos dijeron que estábamos cerca del Estela Point y a ambos lados del camino ya se veía gente tirada tratando de respirar y con la mirada perdida.

De pronto, el horizonte fue rasgado por una línea naranja y roja en la unión entre el cielo todavía estrellado y el mar de nubes. De esa línea emergió un disco púrpura como el ojo iracundo de un arcano dios tanzano furioso por ver tanta gente en su morada. Acababa de amanecer.

En ese momento fui a decir algo a Oscar y sentí que un velo blanco me cubría los ojos, el estómago se me subió a la garganta y todo empezó a dar vueltas. Me eché al suelo y Oscar junto a mi trataba de ayudarme. El guía nativo me cogió la mochila, me agarró del brazo y con Oscar detrás fuimos paso a paso hasta superar el desnivel que nos separaba del Estela Point. Cada paso que daba era una lucha por aspirar ese aire que se mostraba tan esquivo a esa altura, boqueando como un pez fuera del agua. Por fin hicimos cima, me recosté en el suelo y pude ver el cráter tapizado de blanco y unos imponentes muros de hielo (Diamond Glacier) que se alzaban en el borde del mismo y que constituían el comienzo de los glaciares que habíamos visto desde abajo. Estaba totalmente concentrado en aspirar profundas bocanadas de aire que no parecían en absoluto llenar mis pulmones con el oxígeno necesario. No pensaba en donde estaba, ni en hacer fotos, ni en admirar el paisaje sino simplemente en respirar, y bajar cuanto antes.

Poco después, tras descansar un rato en la bajada, me recuperé completamente y continuamos deslizándonos entre las pedreras del volcán de vuelta al Barafu. Fue una bajada rápida y parábamos de vez en cuando a descansar. Visto ahora a la luz del día parecía increíble el desnivel que habíamos salvado durante la noche a un ritmo lentísimo.

En las tiendas se hallaban tres de nuestro grupo que no habían conseguido subir: una chica nos contó que cada vez que paraba en la subida se dormía y un chico empezó a vomitar y a sufrir alucinaciones por lo que un porteador tuvo que bajarlo.

Los porteadores nos felicitaron por la subida y el campamento se cubrió de niebla. Después de descansar un rato, recogimos el campamento y seguimos bajando. Los porteadores nos adelantaban en la bajada corriendo como gamos. El descenso fue fulgurante y, al poco rato, dejarnos atrás las nubes y pasamos del terreno árido volcánico a la vegetación arbustiva y, cerca ya del Mweka Camp, al bosque tropical. Era la misma sucesión de paisajes pero en sentido inverso a la subida. El camino de bajada era polvoriento y, cuando llegamos al Mweka, estábamos rebozados en polvo rojo.

Unos 1.300 m. de desnivel de subida a cinco mil metros, casi 3.000 de bajada y unas 18 horas de esfuerzos merecían una buena cena y un profundo reposo. Por fin dormimos de un tirón durante toda la noche.

Dia 6:Mweka camp 3.140 m. / Mweka gate 1.900 m.

Tiempo aprox; 3 hrs

Desnivel: – 1.240 m.

Despertamos parcialmente repuestos del día anterior y continuamos bajando por la selva que ya conocíamos del primer día. Bajábamos tranquilos, charlando y haciendo fotos. Vimos varios monos y un reguero de hormigas que atravesaba el camino y que se agarraron ferozmente a las botas de alguno de nosotros durante toda la bajada.

Llegamos al punto final de nuestro viaje: el Mweka Gate. Comimos en un poblado en donde sus habitantes nos inundaron de estatuillas, máscaras, telas y demás recuerdos del Kilimanjaro.

Pagamos, uno a uno, a los porteadores su sueldo más una generosa propina. Todo lo merecían con creces, no solo por la profesionalidad mostrada en el desempeño de su trabajo, sino en los detalles y atenciones que habían tenido siempre con nosotros. Al porteador encargado de llevar mi petate le regalé mis zapatillas, mi gorro y mi bufanda y al guía que me ayudó en Estela Point le di una navajita suiza.

En la oficina del Parque inscribimos nuestros nombres y nos dieron el certificado de ascensión. Después nos montamos en un bus similar al que nos había dejado en Machamen Gate y regresamos a Arusha dando por concluida la aventura.

MEMORIAS DE ZANZIBAR

 

LA TIERRA

Un mosaico de tejados de chapa se extendía bajo nuestros ojos, sucia cota de mallas recubriendo la isla que al fin, rompía la monotonía de agua que nos había acompañado durante el vuelo.

El Fokker vibró, se inclinó y gimiendo herido, enfiló la pista de aterrizaje del aeropuerto zanzibareño. La gacela de la Precision Air se posó elegantemente en tierra y el ruido de las hélices se fue apagando mientras el aparato se detenía.

La isla nos recibió con un abrazo de calor pegajoso y húmedo, un sabor dulzón y un vago aroma a tierra antigua. Al salir del aeropuerto, tras los trámites de pasaportes y visados, un bus desvencijado nos llevó a nuestro hotel, justo en pleno centro de Stone Town.

Stone Town, esqueleto de piedra cubierto de una envejecida patina que lame los rescoldos de un pasado esplendor edificado sobre la codicia de los negreros y los traficantes de marfil y especias que convirtieron la isla en un anhelado centro comercial africano. Blanca ballena, varada en las arenas del tiempo, con la piel salpicada de ajados edificios coloniales que bostezan ojerosos enseñando sus desdentados balcones y sus melancólicos ventanucos de pálidos colores. Sus fauces, heridas cauterizadas, se abrían en oscuras y estrechas callejuelas dejando ver babosos hilillos negros, cables de luz, madeja caótica de sueños eléctricos, vestigio de un mundo ajeno a la ensoñación reinante en este paraíso perdido.

Transitando por estas llagas, un reguero colorista se deslizaba lentamente, el perezoso latido humano de la ciudad de piedra. Oxidadas bicicletas, ebrias libélulas que milagrosamente se sostenían en pie mientras esquivaban los obstáculos de personas y animales que se interponían en su deambular callejero.

Las mujeres, ataviadas con túnicas de intensos colores, siempre en grupos de dos o tres, rasgaban el tapiz de tonos apagados que opresivamente, les envolvía en su pausado y temeroso caminar. Los hombres solitarios, vagaban sin rumbo fijo o permanecían sentados en las aceras o las escaleras de las casas, con aire soñoliento y ausente, como si el tiempo tuviese un significado distinto trasluciéndose desde el fondo de sus miradas.

Bandadas de niños chapoteaban al atardecer en las sucias aguas del puerto, lanzándose a las aguas desde un devastado dique. Muchos de ellos, vestidos, aprovechaban para lavar sus ropas; otros simplemente observaban el tránsito de las falucas pesqueras y los barcos de mercancías que avanzaban, tristes y herrumbrosos, con la pesadumbre de saberse, como antaño, esclavos de la isla.

Un noche, cansados de las interminables esperas en los restaurantes, fuimos a cenar unos pinchos en unos puestos situados en el puerto. Sus luces nos atraían en la oscuridad que invadía las callejuelas del centro y el aroma a carnes y pescados a la brasa se mezclaba con el murmullo de la gente y el ronroneo del mar.

Nos gustaba deambular entre las mesas donde se extendían deliciosos racimos de gambas, berberechos, trozos de bonito o pollo ensartados en palillos junto al chapati o tortitas de maíz y los plátanos fritos. Para calmar la sed exprimían con un rodillo manual tiras de caña para extraer su jugo y ofrecerte un vaso de ese dulce néctar.

Vaharadas de humo especiado surgidas de las chisporroteantes viandas ensartadas nos envolvían hiriendo nuestros ojos y unía, en una masa vaporosa, a la marea de gente que esperaba ansiosa su cena o paseaba con curiosidad o hambre mal disimulada.

Una vez que elegíamos nuestros pinchos, los calentaban en unas brasas y nos los entregaban en platos de plástico. Después, los compartíamos, sentados al borde del muelle mientras mirábamos cómo jugaban las rojas luces de los tenderetes con las negras ondas de las aguas aceitosas y los gatos sarnosos nos rodeaban maullando lastimeramente.

Darajani, el mercado de las frutas, especias y carnes. Al entrar en él un torrente de vívidas sensaciones aromáticas te sumerge en un estridente bullicio contagioso transportándote de golpe al pasado traficante de la isla que impregna cada uno de los rincones de este zoco multicolor.

Un soplo de clavo, canela, vainilla y cardamomo te azotaba al pasar por las cestas repletas de las esencias zanzibareñas que perfectamente alineadas sobre unas tablas en el suelo, desplegaban sus fragantes melodías de melosas sirenas. En la lonja de la carne y del pescado, cubierta por una oscura bóveda de cañón, el olor a sangre te rozaba con áspero tacto mientras enormes piezas de atún, pez espada o vaca eran troceadas sobre sucias piedras por machetes que gemían sordamente al hundirse en sus entrañas. El zumbido de las moscas que ennegrecían el aire servía de telón de fondo al confuso vocerío de la gente enfrascada en su rutina comerciante.

Un ligero temblor te recorría al pensar que, hace apenas un siglo, el comercio de personas tenía lugar con la misma facilidad que ahora veíamos para comprar y vender alimentos. Carne hacinada, carne sometida al yugo de los negreros, de los carniceros, carne vaciada de sueños y esperanzas, vaciada de intestinos, despojada de su individualidad, convertida en moneda de cambio para alimentar el hambre de poder, el hambre físico, institutos naturales de la depredadora raza humana.

Al alba, una metálica salmodia, lengua de Alá, se abría paso entre las calles muertas anunciando la grandeza de Dios; era el muecín llamando desde la mezquita a la oración. Ese era el resorte que empezaba a mover el oxidado engranaje de la ciudad de Babel pues al rato se oían cantos de gallos, lloros de niños, plegarias de mujeres, la gente despertaba de su sueño dentro de otro sueño y seguían soñando sin saberlo. Unos dedos violáceos acariciaban el cielo quebrando su manto negro y el aire sabía a piedra húmeda, a tierra vaporosa y picante.

EL AGUA

Una cuchilla blanca de espuma nos golpeaba intermitentemente, un soplo salado llenaba los ojos y los oídos de mar. Apretujados unos contra otros y enfundados en nuestros trajes de neopreno nos balanceábamos al son de la barquita de madera que hendía las aguas turquesas dejando tras de sí una alba estela, vano intento de romper la eterna cadencia del oleaje, y que, al rato, era engullido con saña por las aguas que cicatrizaban así su fugaz herida.

La costa de Zanzíbar discurría paralela a nuestro recorrido, se desperezaba, sensual y golosa; su perfil estilizado brillaba bajo la luz turbia de un sol velado parcialmente por jirones de nubes grises. Aquí y allá nos mostraba las negras casuchas de ramas, asépticas guaridas de asépticos turistas, enmarcadas por palmeras de diseño y corrompidas por letreros de Coca-Cola. Se asentaban sobre escuálidas playas de blancas arenas y afilados arrecifes que mordían con ira el mar intentando desembarazarse de esta invasión extranjera.

La barca enfilaba su proa hacia un islote que se adivinaba como una corta rasgadura terrosa en la línea que juntaba el mar con el cielo y que, de vez en cuando, se difuminaba en una neblina de luz y sal. Ese era nuestro destino, un arrecife coralino, reserva natural protegida, en el que íbamos a bucear. Estábamos sentados en unos bancos de madera adosados a babor y estribor; en el centro de la embarcación se extendían los chalecos y bombonas de oxígeno amarrados unos con otros para evitar que los vaivenes de la barca los desplazaran.

Un negro, imperturbable, se erguía en popa manejando el timón; la mirada atenta, vigilando el oleaje para coger las olas de costado y escrutando al frente manteniendo la dirección. La barca, la figura de ébano, el mar y el viento parecían pertenecer al mismo mundo, un mundo de movimientos, miradas, sonidos y símbolos incomprensibles para los no iniciados. Formaban parte de un mismo organismo, respiraban al compás de un mismo latido, destilaban la misma esencia de pureza solo manchada por nuestra presencia.

El islote se fue acercando, el sol se desprendió de las últimas y desgarradas hilachas que todavía se aferraban a él y una luz vertical y rotunda confería al paisaje y a las cosas densa consistencia avivando sus colores. Finalmente llegamos. La isla desplegaba su arenoso manto blanco coronado, en su centro, por una frondosa vegetación que vibraba al calor del mediodía.

El ronroneo del motor de la barca cesó y al asomarnos por la borda vimos el fondo marino cuajado de bancos de peces tropicales semejantes a móviles caleidoscopios fluctuando entre el escenario de algas, conchas, moluscos, erizos y estrellas que parecían querer salir de las aguas verdes y claras que los acogían.

Nos echamos al agua, y nadando con gafas de buceo, observamos el arrecife. Un actor más en este teatro silencioso, junto a otros actores de máscaras multicolores y ojos sin memoria que unen su danza a la tuya y se escabullen en las oquedades del coral o huyen como pequeños dardos cuando notan muy cercana tu presencia. Las ondas de luz juegan a descubrir y ocultar los contornos del fondo bailando al ritmo que les marca el reflujo del mar.

Un morena asoma su oscura cabeza desde un agujero en la roca; su boca abierta en un gesto malévolo denota que no está en disposición de atacar. Al pasar por encima de ella, se introduce en su cubil como un látigo en retroceso.

Me sumerjo para coger una roja estrella del fondo, abajo los oídos se resienten por la presión del agua y al respirar aire de nuevo el rígido trofeo yace en mi mano, fruta inerte de terso tacto.

Subimos de nuevo a la barca y nos colocamos el chaleco, las bombonas, los cinturones con pesas, las aletas… Una breve descripción del funcionamiento del equipo y, de espaldas al mar, nos lanzamos por la borda. En la superficie, el chaleco, lleno de aire, nos mantiene a flote a pesar del peso que llevamos. Muerdo fuerte la boquilla del respiradero y aspiro oxígeno embotellado. Un momento después, me agarran del brazo y expulsando lentamente aire del chaleco, me sumergen hasta el fondo arenoso, sito a unos seis metros de profundidad. Allí me espera el resto de buceadores arrodillados en círculo y cogidos de la mano. Me acoplo al conciliábulo submarino, las manos del compañero tensas y tímidas, rozan las mías y rodeamos al monitor que se sitúa en el centro para someternos a una serie de maniobras encaminadas a familiarizarnos con el funcionamiento del equipo. Es el bautismo del agua.

Todo transcurre en un sueño, un sueño sin palabras, un sueño ingrávido de movimientos lentos y torpes. Sólo existe un sonido: el de tu propio cuerpo respirando ávido por la boca y soltando a continuación un burbujeo que asciende veloz. Hay que respirar profundo y pausado, una y otra vez. Es un viaje orgánico, una toma de conciencia del funcionamiento de los engranajes internos del organismo que en el mundo del aire actúan eclipsados por la cortina de ruidos exteriores a él.

La máscara del monitor me mira, se quita la boquilla, expulsa un chorro de burbujas y se la vuelve a colocar. Me pide por gestos que haga yo lo mismo. Dudo un momento y después rápidamente me quito el tubo de la vida y sin soltarlo me lo vuelvo a poner. Prueba superada.

De pronto, el círculo se rompe, las máscaras desaparecen envueltas en remolinos de polvo blanco y me encuentro sobrevolando el paisaje coralino junto al monitor. Los tímpanos chillan de dolor; pegados al suelo descendemos poco a poco hasta llegar a un cúmulo de rocas y corales que se alza como una catedral multicolor. Le rodeamos mientras multitud de peces, ataviados con túnicas rayadas, colas puntiagudas y trajes relucientes entran y salen como autómatas, por las infinitas aberturas de este templo marino.

Vamos ascendiendo, el dolor de oídos cede y salimos a la luz. Hemos estado durante treinta minutos a unos diez metros de profundidad media. Nadamos de espalda hacia donde nos espera el barco, ascendemos trabajosamente por la escalerilla y nos desprendemos de la armadura acuática.

Tumbados sobre una plataforma de madera situada sobre la cubierta de popa dejamos que el Sol caliente nuestra piel arrugada. El cuerpo, apergaminado, abre todos sus poros a la sensación térmica que inunda cada una de nuestras fibras. Cerramos los ojos, cegados de luz, mientras la mente vaga por caminos extraños, caminos de lasitud, de ensueños animales, vivos e intensos como la isla.

El mar se encrespa y, con el estómago revuelto, me tiro a nadar un rato para despejarme. Mientras nado tengo a la vista el barco pero, de pronto, me avisan de que tienen que recoger a un grupo de buceadores y haciendo rugir el motor se alejan de mi. Ahora el barco está lejos, me encuentro solo y las olas me abofetean la cara con su golpe cortante y salado. Me dejo mecer, me extiendo boca arriba y dejo que el mar me arrulle con su sinfonía de sensaciones. Después, empiezo a nadar con energía intentando acortar la distancia que me separa del barco. Mar que me aprisiona, que deviene viscoso y me atrapa en un perezoso abrazo; el barco sigue en su sitio, mis brazos pesan. Finalmente, las aguas se cansan de jugar conmigo, me liberan, me acercan al bote y subo a cubierta, en donde nadie se ha enterado de mis esfuerzos por llegar.

Ponemos rumbo a la costa; nos sirven un frugal almuerzo a base de tortitas de maíz rellenas de carne y vegetales que devoramos como fieras embrutecidas por los rigores marinos.

Acodado en la baranda de estribor, los ojos se me llenan de azul intenso, azul vibrante y ondulante que, como la vida, transcurre por continuos valles y montañas, ora arriba, ora abajo, cambiante oscilación de un mismo elemento que, al seguir su compás, nos crea la ilusión de seguir nuestro propio sendero cuando estamos dejándonos llevar por su eterno flujo y reflujo. ¿Somos nosotros los que subimos y bajamos o formamos parte de una imperceptible red universal que nos atrapa en su eterno vaivén?

El rojo Sol del atardecer nos quema la cara; las olas, cada vez mayores, nos bambolean sin piedad. La costa se acerca y atracamos en la playa de donde habíamos partido por la mañana.

En la playa, acompañados de unas cervezas, nos tumbamos en la fina arena a contemplar la puesta de Sol. Las siluetas de las falucas de pescadores se recortan, negras y nítidas, contra la paleta celeste de rojas acuarelas que el astro hirviente, artista frustrado, desparrama furioso mientras borbotea al entrar en contacto con la línea última del mar. Quizás Febo no ha quedado satisfecho con el cuadro que nos ha pintado hoy, pero a mi me ha parecido una obra maestra, un lienzo impresionista que quedará grabado para siempre en mi memoria.

[ Galería fotográfica ]

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