ESCALADA: Vias Ezequiel y Manolin en el Pico La Miel (Sierra de la Cabrera, Madrid)

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A veces no hay que viajar lejos para encontrar momentos de pura evasión. Desde la Autovía A1 que une Burgos con Madrid, a la altura del kilómetro 60, se divisa una pirámide achatada de un gris blanquecino que constituye el comienzo de un breve y quebrado relieve montañoso: el Pico de la Miel en La Sierra de la Cabrera. Absorbido por la doble cinta de asfalto, este monolito pasa normalmente desapercibido: sus grietas, escarpaduras, hendiduras, entrantes y salientes, en definitiva, sus íntimos detalles permanecen ocultos a las miradas de miles de conductores diarios que lo ven como parte de una borrosa visión periférica.  Tan cerca del asfalto forma ya parte del mismo. Pierde su esencia montañera al ser engullida por el ruido, la velocidad y la rutina de la carretera. Pero si nos detenemos un instante y contemplamos de nuevo esta pared con otra mirada empezamos a apreciar sus líneas verticales y escalonadas, sus oscuros canalizos, los matorrales y pequeños arboles que aprovechan el más mínimo hueco para prosperar. Una inquietud por sentir esa roca áspera bajo nuestras manos y pies, por adherirnos a ella, por subir esa línea perfecta y contemplar desde arriba el mecánico carrusel circulando bajo nuestros pies.

Ya solo falta un compañero de cordada, alguien con quien hayamos compartido antes ese mundo en donde solo existe la roca, el cielo, la cuerda y los hierros.  Y estudiar los croquis de la vía: en principio haremos una variante que combina los primeros largos de la Ezequiel y los últimos del Espolón Manolin. Sobre el papel líneas y números que indican itinerarios y dificultades; en la práctica manos y pies que buscan equilibrio, cuerpo y mente en sincronía para bailar con el granito. Al final memorizas el recorrido, en especial los pasos clave; esos que te pueden hacer dudar de si estas en el sitio correcto o si has abarcado más de lo que has entrenado.

En la mochila lo habitual: casco, arnés, pies de gatos, cintas, friends, mosquetones… El agua la justa para no pasar sed y para que no sea un peso excesivo. El punto de reunión lo fijamos en el restaurante “Cancho del Águila” situado a los pies de la ruta. La hora temprana para evitar masificaciones y el calor excesivo de finales de Agosto.

Y por fin llega el día esperado. Un viernes de puente vacacional en Madrid por lo que esperamos encontrarnos solos; la gente aprovecha estos días para remojarse en la playa. Madrugón, breve desayuno y nos ponemos en camino a la Cabrera. Mientras conduzco, una difusa luz rosácea va perfilando el contorno de los picos que cierran el horizonte. A medida que el sol asciende, los conocidos perfiles de la Sierra del Rincón y Guadarrama se hacen más visibles. Por delante de ellas, a menor altura, un pliegue del terreno rompe con su verticalidad los suaves contornos de sus montañas vecinas. Y como mascarón de proa de esta nave granítica se yergue el Pico de la Miel. Su denominación hace referencia a los panales que se encontraban en su cima y que los vecinos de la Cabrera subían a recoger por su vertiente norte, más asequible que la sur por donde ascenderemos nosotros.

Jesús llega puntual, como siempre, y en su flamante furgoneta nueva nos repartimos el material que necesitamos para escalar. Con la mochila y el corazón llenos, empezamos a subir por una senda pedregosa entre jaras, encinas y enebros que se retuercen buscando su sitio entre el conglomerado rocoso. Aunque seguimos el GPS para aproximarnos a la vía, el entusiasmo inicial nos hace extraviarnos y acabamos enredados entre zarzas hasta dar con el comienzo. Ahí está, al fin, el diedro tumbado que conocemos por las reseñas. No vemos a nadie en la pared. Un privilegio esta soledad en la vía de escalada más concurrida de la Península Ibérica.

Nos equipamos con todo y empezamos. Primer largo sencillo, ascendemos por la amplia fisura. El mundo se reduce a tus extremidades y al granito, a la cuerda y los cacharros en la pared, al compañero, al cielo y a las rapaces que nos sobrevuelan, a tu respiración y al sudor. Todo lo demás desaparece. Esta es la magia de la escalada.

En la primera reunión, echamos un vistazo al horizonte: las negras torres de Madrid se alzan en una neblina borrosa como velas piratas en un océano de bruma venenosa. Al llegar al largo de la cueva, optamos por hacer la “variante Emilio”, que asciende por un precioso tramo de pequeñas fisuras y regletas. Y así vamos progresando, risas en las reuniones y concentración en los largos. En ocasiones, cordadas anteriores dejan friends colocados  en la vía y cuando tengo que arrancar los de Jesús me cuesta distinguirlos. Al final, como todo, uso el instinto y sale bien.

En el cuarto largo de la Ezequiel hacemos una travesía hacia la izquierda y empalmamos con la Manolín que no dejaremos ya hasta la cima. El último largo, según la reseña, presenta un paso clave de 6 a. Es corto pero con una fisura sin pies que desploma un poco. Jesús lo resuelve rápido y con elegancia, está sumergido en una burbuja de gravedad liviana, su brazo se pega a la roca y le dice: eres mía, vas a hacer lo que te diga. En breve, desaparece de mi campo visual y, al cabo de un rato, noto los dos tirones de cuerda que da cuando ha llegado a la reunión. Es mi turno, recojo los hierros y asciendo. Llego a la fisura e intento emular sus movimientos. Pero algo falla, el cansancio hace mella, noto que los pies resbalan, los gatos no se adhieren bien, no logro sacar el paso. El pulso se acelera, la respiración cabalga desbocada; intento otra maniobra, el cerebro busca todas las combinaciones posibles de manos y pies, fuerza y equilibrio. Una de ellas hará que mi cuerpo ascienda hasta una zona más amable. Clavo un pie hasta el fondo de la fisura, como si fuera un pico, y, con este apoyo, me lanzo a buscar agarres de mano. Los encuentro y me alzo, la adrenalina me impulsa. De pronto, ya he subido lo suficiente para salir del paso. Continúo trepando por terreno más favorable hasta llegar donde se encuentra mi compañero. Me mira sonriendo y me comenta que esto ya está hecho. Efectivamente, una trepada final y estamos en el monolito de cumbre.

Nos quedamos paladeando las vistas, los conocidos contornos de las montañas vecinas a las que hemos subido en tantas ocasiones. Bebemos los últimos tragos de agua mientras recogemos el material y el sol, inclemente, sigue golpeándonos con dureza. Descendemos primero saltando entre grandes bloques de granito y luego por un empinado sendero pedregoso y polvoriento. El buen sabor que nos ha dejado la vía alivia el peso de la mochila y el calor. Llegamos al Cancho del Águila y nos ponemos al día de nuestras vidas con unos bocatas y unas cervezas frías. A partir de este día, cada vez que eche un vistazo al pico la Miel desde la autovía en uno de nuestros frecuentes viajes Madrid- Burgos, todas las sensaciones vividas hoy se encenderán en la memoria.

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