ASCENSION: Memorias del Aneto

Transcribimos un viejo relato de la primera cima pirenaica en ser hollada por los seres del retorno: el pico Aneto que con sus 3.404 m constituye el techo pirenaico. Con un material muy deficiente, y perdiendo mucho tiempo en extravíos, pero con mucha ilusión, fue la primera vez que empleamos piolet y crampones en una ruta más larga de lo habitual por las inundaciones que ese año anegaron los Llanos de la Besurta. Como dato curioso, debido a las zapatillas permeables al agua e inadecuadas para crampones que llevé en la ascensión, al día siguiente perdí ambas uñas de los dedos gordos de los pies. Esa fue la novatada que me brindó el Aneto.

TEMPORADA

Invernal

TIPO DE RUTA

Lineal

ALTURA MÁXIMA

3404 m

DESNIVEL

1542 m

DURACIÓN (I+V)

15 horas

DIFICULTAD

ND

 

[ Cómo llegar ]

Saldremos del pueblo de Benasque. Continuamos por la misma carretera que da acceso al pueblo y seguimos las indicaciones hacia el Hospital de Benasque. A partir de aquí, sale una pista en dirección a La Besurta que nosotros hicimos caminando pero que es posible realizar con el vehículo hasta el parking de La Besurta. Desde aquí se sale caminando en dirección al refugio de la Renclusa.

 

 [ Descripción de la ruta ]

La noche en el albergue de Llanos del Hospital había sido corta en horas pero larga en espera. El día anterior Pedro y yo habíamos aprovechado para visitar Benasque y la estación de esquí de Cerler. Benasque es un precioso pueblo de casas y calles empedradas que contrastan con las numerosas y llamativas tiendas de material alpino.

Cuando llegamos a Llanos del Hospital tuvimos la impresión de estar alojados en el albergue más lujoso del mundo: el recibidor, salones y comedor estaban enmarcados por esculturas de madera de boj y pino. Destacaba entre todas ellas un inmenso tronco tallado de animales fantásticos: reptiles, aves y monstruos se mezclaban en una extraña danza como queriendo liberarse de la prisión de madera que les tenía encadenados. Nada más llegar, a eso del mediodía, dejamos nuestras mochilas en la habitación y salimos a comer al lado del albergue a la vera de un río y con una magnífica atalaya rocosa contemplándonos. Dimos cuenta de las latas de fabes y salimos a visitar el pueblo e informarnos sobre si el autobús que nos llevaría al día siguiente a los Llanos de la Besurta, lugar de inicio para la ascensión, podría pasar sorteando una crecida de agua que inundaba la carretera provocada por las lluvias torrenciales que nos habían expulsado del Monte Perdido.

De vuelta al albergue, cenamos en la habitación, bajamos al salón, nos metimos un pacharán entre pecho y espalda, preparamos nuestras mochilas y a la litera. La noche fue algo movida ya que, mientras estábamos profundamente dormidos, entró en la habitación un pollo que se puso a hacer un ruido infernal y dejó la llave puesta por dentro de forma que cuando llegaron el resto de aguerridos montañeros casi hunden la puerta a golpes hasta que Pedro, con los huevos hinchados cual dos pelotas de rugby, se levanta, les abre y encima le echan la bronca a él.  El resto de la noche pasó en un duermevela hasta que a las 4:00 sonó el despertador y para arriba.

Era el día de la verdad, el día que quedaría grabado en mi memoria aunque todavía no sabía si para bien o para mal. Bajamos equipados al comedor del albergue donde nos tenían preparado, solo para nosotros dos, un magnífico buffet libre en el que hubiésemos invertido, de haberlo tenido, mucho más tiempo que los miserables diez minutos en los que engullimos cereales, bollos y pan tostado con tomate. Salimos afuera, era noche cerrada y la luna se iba desprendiendo de los deshilachados jirones nubosos que atenuaban su brillo.  Al final, el bus no se arriesgó a salir y metidos en plena faena como estábamos nos decidimos a encasquetarnos las frontales y comenzar a andar por la pista asfaltada hasta los Llanos de la Besurta. La claridad lunar daba al paisaje un toque de irrealidad como si las rocas, árboles y lagunas que dejábamos a ambos lados de la pista formaran parte del decorado de una obra de Becquer. El cielo estaba cuajado de estrellas, presagio de buen tiempo. Veíamos a nuestra derecha una inmensa falda sumida en la negrura de la que surgía un punto de luz que adivinábamos sería el albergue de La Renclusa desde donde parten los montañeros que pretenden subir al Aneto tras haber pasado la noche allí. Nuestro primer pensamiento fue que el Aneto estaría situado en lo alto de esa inmensa falda: craso error puesto que su cima, como más tarde comprobaríamos, se encuentra en el otro valle donde duerme también su famoso glaciar. Con la escasa iluminación de la linterna frontal de Pedro llegamos a Los Llanos de la Besurta y desde allí comenzamos a subir hasta el refugio de la Renclusa. Llevábamos buena marcha y al llegar al refugio el sudor nos empapaba. Una vez allí, alquilamos piolets y crampones para luchar contra el glaciar y partimos inmediatamente hacia la cumbre.

Al comienzo el camino no estaba claro, no conocíamos el terreno y todavía no había amanecido por lo que subíamos ciegos remontando el curso de un torrente y trepando de roca en roca. Teníamos la intención de seguir a un grupo que marchaba por delante y que serpenteaba por la falda cual titilante gusano de luz pero finalmente les perdimos. Por suerte encontramos hitos y más tarde una excursión guiada que seguía nuestro camino. Al principio íbamos delante de ellos y nos cachondeábamos pensando que ninguno hablaba español. Cual no sería nuestra sorpresa cuando, más tarde, al aparecer la nieve que no nos abandonaría hasta la cima, y tuvimos que seguirlos para no perder el camino, uno de los guías contestó a una chorrada nuestra en perfecto castellano.La oscuridad había dejado paso a una tímida claridad rosacea que perfilaba los contornos del valle que ibamos dejando abajo y un poco más tarde saetas de blanca luz rompieron el quebrado perfil del horizonte anunciado el dia.

Llegamos al portillón inferior abriendo huella en nieve fresca, hundiéndonos muchas veces hasta la cadera. Llegamos al final de la muralla de roca que habíamos visto desde los Llanos de la Besurta y pasamos al otro valle a través de una brecha entre afiladas aristas llamada portillon superior. Como dedos fungosos de un colérico Dios primitivo nos envolvía una densa niebla que nos impidió, en un primer momento, ver el glaciar que se extendía debajo de nosotros y la cima del Aneto justo encima de éste.

Bajamos del portillon superior, abandonamos la excursión que tan amablemente nos había guiado hasta allí y comenzó, para mi gusto, la parte más complicada del recorrido: un caos de enormes rocas cubiertas parcialmente de nieve por las que teníamos que subir, bajar, saltar y muchas veces pisar trozos de nieve blanda sin saber si lo que había debajo era roca o vacío. Eran las mandíbulas de un helado cancerbero las que nos hacían danzar en este juego de trampas. De pronto, la niebla se disipó y ante nuestros ojos apareció el ansiado glaciar, inmensa lengua de blanco inmaculado que lamía la arista cimera del Aneto.

Vimos a gente colocándose crampones para hacer frente al glaciar pero nosotros al notar la nieve no muy dura seguimos adelante sin ellos. Yo iba delante con el piolet en una mano y la vista fija en observar alguna ligera huella de la gente que nos precedía. Procuraba no mirar hacia abajo y concentrarme en mis pisadas pero algún vistazo furtivo revelaba un blanco tobogán que desaparecía en un abismo sin fondo. La nieve empezó a endurecerse y tras un ligero resbalón nos dimos cuenta de la necesidad de cramponearnos en una pequeña roca que sobresalía del níveo mar. La diferencia fue brutal: las doce puntas se clavaban perfectamente haciéndote sentir que estabas adherido al hielo como una garrapata caníbal a un chihuahua cebado. Pedro tomó la delantera y seguimos el camino. Llegamos a la parte final, donde el glaciar se empina y crampones y piolet se revelan como tus mejores aliados. Un último tramo de roca y nieve, el viento que empieza a soplar con fuerza como queriendo escupirnos de allí y de pronto ya no puedes subir más.

Habíamos llegado al punto en que puedes ver la cruz de la mágica cumbre y tan solo te separa de ella el célebre paso de Mahoma. Nos quitamos los crampones y nos dispusimos a cruzar. Delante mío iba un bombero y detrás la inestimable ayuda de Pedro que a cada paso me iba indicando donde colocar los pies o las manos. Mahoma no es difícil sin nieve y viento pero en esta ocasión estaban presentes ambos elementos. Hubo un instante en que ,sujeto con las manos a la roca y los pies colgando para apoyarlos en una pequeña plataforma cubierta de nieve y de apariencia insegura, miré hacia el vacío que se abría debajo mío y sentí un hormigueo en el estómago. Todo salió bien, Pedro pasó perfectamente y en un instante estábamos agarrados a la cruz de la cima (3404 m.). Era nuestro primer tresmil y la vista era magnífica: aristas como cuchillos de hielo y piedra se extendían a ambos lados por debajo de nosotros y más abajo aún se podía contemplar toda la cadena pirenaica y un mar de nubes cubriendo Francia.

Fotos de rigor y vuelta a Mahoma. Cuando atravesamos de nuevo el paso y llegamos donde estaban las mochilas y crampones, la excursión que nos acompañó en el primer tramo acababa de llegar y se estaban encordando para pasar: prudencia que nosotros habíamos pasado por alto. De nuevo cramponeados, y con bastones de esquí, comenzamos el descenso con la satisfacción de llevarnos la cumbre en el bolsillo.

Nada más pasar el glaciar comimos unos bocatas para calmar los mordiscos que sentíamos en el estómago y mientras estábamos en ello, vimos un espejismo en forma de un personaje que con zapatillas deportivas, pantalón, camisa a cuadros y recio cayado pretendía subir a la cima. Nos comentó que esa noche había venido en bicicleta desde La Seo Dúrgell. Tenía prisa por llegar arriba ya que le esperaba abajo un bote de cola-cao como único alimento. Los bomberos que comían con nosotros trataron de disuadirle argumentando que con ese equipo se iba a helar por el camino pero el hombre siguió para arriba como una fiera tras engullir las barritas energéticas que le dimos.

Mi descenso fue un calvario debido a un golpe que me había dado con una roca en la rodilla al subir y que en la bajada se hinchó de forma que a cada paso que daba sentía como si una sierra me taladrase. Gracias a la ayuda y paciencia de Pedro pude ir bajando poco a poco arrastrándome y serpenteando entre las rocas. Normal que el Jesús ahora me llame culebrilla. Recuerdo que, una vez atravesado el portillon superior, el descenso hasta La Renclusa se me hizo interminable: veíamos el refugio ahí abajo y parecía que nunca llegábamos. En la otra vida no sé, pero como en esta todo llega finalmente bajamos hasta el refugio, dejamos el material, repusimos fuerzas y continuamos.

Una anécdota curiosa: durante el descenso hubo un momento en que llevaba el piolet mal colocado en la mochila de forma que su punta rozaba perpendicular mi nuca. De pronto, una especie de voz interna resonó en mi cabeza “Colócate bien el piolet”. Así lo hice e inmediatamente después resbalé en la nieve y caí de espaldas cuan largo era: si no hubiese corregido la posición del piolet seguramente se me habría clavado en la nuca al caerme. Gracias Javier.

Al llegar a la Besurta andamos el tramo asfaltado hasta Llanos del Hospital donde nos esperaba el coche de Pedro. Habíamos salido a las 4:30 de la mañana de allí y llegamos a las 19:00 tras 1.542 metros de desnivel. Fuimos a Benasque y, tras una copiosa cena regada de buen vino, reposamos nuestros maltrechos huesos en un hostal. Fin de la aventura.

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